| Por: María Córdoba / Facebook |
En Colombia, el duelo es selectivo y la memoria, un arma política. Basta que un personaje público fallezca para que la maquinaria mediática y los bandos ideológicos activen sus discursos prefabricados. Con la reciente muerte de Miguel Uribe, asistimos a una operación de exaltación que poco tiene que ver con la honestidad del duelo y mucho con la propaganda. Los medios hegemónicos, junto con la derecha más militante, han convertido su figura en un mártir, en un símbolo de una supuesta moral perdida, usando su fallecimiento como combustible para atacar la paz y al gobierno actual.
Pero, ¿de qué moral hablamos? En vida, Uribe representó —y defendió con vehemencia— posturas políticas que fueron xenofóbicas, excluyentes y, en no pocas ocasiones, contrarias al principio mismo de la justicia social. Fue un político que aplaudió la violencia “legítima” del Estado, que despreció la pobreza y que construyó su capital político en la satanización sistemática de sus opositores. Pretender que su muerte lo redime, que lo convierte en héroe, es insultar la memoria de quienes han luchado de manera genuina por la paz, la equidad y la dignidad humana.
La hipocresía se hace aún más evidente si nos preguntamos qué habría pasado si, en lugar de Uribe, la noticia hubiese sido la muerte de Gustavo Petro, Iván Cepeda o cualquier otro líder de la izquierda. ¿Habría habido la misma cobertura mediática? ¿Habríamos visto el mismo coro de lamentos? Lo dudo. En cambio, probablemente habríamos presenciado un silencio administrativo, una justificación vergonzante o, en el mejor de los casos, un velorio de bajo perfil. Porque aquí, en esta Colombia que todavía vive en las cavernas de la polarización, el valor de una vida depende del color ideológico del difunto.
No se trata de defender la indiferencia frente a la muerte, ni de negar el dolor de una familia que pierde a un ser querido. Se trata de señalar que el país está enfermo de bandos. Que el problema no es de izquierda o derecha, sino de cómo desactivar esa lógica tribal que nos enfrenta no por ideas sino por lealtades ciegas. Que las diferencias políticas no se midan por apellidos, credos o fortunas, sino por la capacidad de debatir soluciones reales para un país roto.
La verdad incómoda es que la violencia no nació en este gobierno ni se intensificó exclusivamente ahora. Es parte de un continuo histórico donde la derecha ha matado a líderes sociales indígenas y campesinos, donde estudiantes rebeldes han desaparecido, donde miles han sido asesinados por pensar distinto al régimen de turno. El caso de Miguel Uribe, con toda la fanfarria mediática que lo ha acompañado, no es más que un número más en esa estadística sangrienta. Lo que lo distingue no es la injusticia de su muerte, sino la sobreactuación con la que ciertos sectores pretenden convertirlo en bandera.
Por eso, no puedo unirme al coro de lamentaciones. No porque la muerte no importe, sino porque me niego a participar en el simulacro de duelo que encubre la sangre derramada por la misma clase política que hoy exige silencio y reverencia. En un país que aún llora a sus líderes comunitarios asesinados en el anonimato, la canonización exprés de Miguel Uribe es, sencillamente, una obscenidad.
FOTOGRAFÍA: ARCHIVO - Estudiantes sostienen un cartel durante una protesta en Bogotá, Colombia, el 7 de abril de 2011. (Fernando Vergara / Associated Press).
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