| Por: Ernesto Flores Vega* / Letras Libres |
I’ve been the king, I’ve been the clown
Now broken wings can’t hold me down
I’m free again
The jester with the broken crown
“Goodbye to romance”, Ozzy Osbourne
Inicio por cortar la maleza trivial y anecdótica: Ozzy Osbourne fue más que un entretenedor desquiciado que alguna vez cercenó a dentelladas la cabeza de un murciélago arriba de un escenario. Más que un artista que descabezó a dos blancas palomas –también a mordidas– después de un encuentro de negocios con final infeliz. Mucho más que el rocanrolero ebrio que orinó en El Álamo, en San Antonio, Texas. Y más que el padre y cónyuge despistado, domesticado y balbuceante del reality show The Osbournes (que a mí siempre me dio pena ajena, y que, a pesar de los pesares, obtuvo un Emmy).
Junto con Tony Iommy, Geezer Butler y Bill Ward, Ozzy fue integrante de la primera formación de Black Sabbath, indiscutibles padres fundadores del heavy metal, género que suele ser ninguneado por la intelligentsia y satanizado por todos los enemigos del estruendo, la distorsión, los altos decibeles, la oscuridad, lo que no suele ser nombrado, además de todo aquello que cabe en el catálogo o inventario de los malestares de la vida cotidiana del último medio siglo. Y también, por qué no decirlo, por los que se inquietan ante las muestras de una energía primaria, de un vitalismo elemental contrario a represiones, prohibiciones, vejaciones y discriminación en cualquiera de sus formas. Como el hip hop, otro género de expansión global, igualmente desdeñado por los vigilantes de las buenas costumbres y el supuesto mejor gusto, el metal tiene orígenes claramente proletarios, de clase trabajadora, de sujetos de la amplia base de la pirámide social. Y uno y otro –metal y hip hop, como el blues y el simple rock’n’roll en sus inicios– al paso de los años se volvieron transclasistas, transfronteras, transculturales: hoy, mientras usted lee esto, se está haciendo metal (o hip hop) zapoteca y tzeltal.
No me desvío: John Michael (“Ozzy”) Osbourne merece el torrente de tuits, posteos, fotos y notas de primera plana de periódicos de todo el mundo no solo por su excéntrica persona (que en diversos periodos de su vida resbaló en la franca autoparodia) sino, sobre todo, por contribuir decisivamente al nacimiento de una estética, una forma artística brutal, directa y visceral, que ha hecho eco en millones de jóvenes de ya varias generaciones desde finales de los años 60 y que les da forma y vehículo para manifestar su vida de todos los días. Múltiples corrientes derivadas del hard rock de esa década llevan la impronta inconfundible de Black Sabbath, la banda seminal de la que Osbourne fue frontman, como se le dice en el negocio, y cantante. Se oyen los ecos de Sabbath en el doom metal o en el stoner rock y en muchas otras derivaciones.
Confieso en público que yo seguía en espera de las crónicas con pretensiones literarias sobre el megaconcierto con el que Osbourne y Black Sabbath pusieron fin a su carrera, el pasado 5 de julio, en el estadio del Aston Villa, con un cartel metalero de lujo, cuando nos cayó como relámpago fulminante la mala nueva de su deceso.
Los cuatro primeros álbumes de Black Sabbath –Black Sabbath (1970), Paranoid (
La historia de Ozzy –salpicada, claro, con tintes de leyenda– va de la crianza en un hogar con padres obreros, en la línea de pobreza, violencia doméstica, abuso sexual a los once años, y caídas y recaídas en el abuso de alcohol y cocaína a lo largo de su vida. La suya puede verse como una más de esas vidas de personajes que ascendieron desde lo más bajo para ser consumidos por el éxito. En los matices positivos de su recorrido también está el descubrimiento de la música y del rock’n’roll gracias a la revelación de The Beatles y el reiterado esfuerzo por estar limpio, ser funcional, actuar y sostener una vida de pareja y de familia. Sin ánimo de edulcorar una historia difícil y compleja –mucho menos de sugerir líneas argumentales para una eventual biopic–, Osbourne tuvo la fortuna de contar con Sharon, la hija de Don Arden, su manager en la época de Black Sabbath, cuando lo echaron de la banda.
Yo tenía seis, siete y ocho años cuando aparecieron los primeros cuatro álbumes de Sabbath, esos que ahora no dudó en calificar de clásicos –los conocí a fondo al menos un par de lustros después–, pero a mis dieciséis y diecisiete, cuando Ozzy Osbourne tuvo su segunda oportunidad, su renacimiento, liderando a su banda, con el veinteañero guitarrista prodigio Randy Rhoads, aquel regordete de melena felina no solo me demostró que era posible regresar en grande: me regaló enormes momentos de eléctrica intensidad. Si de la era Sabbath nos quedan joyas como “Paranoid”, “Iron man” y “War pigs” (que ahora esgrimen hasta insospechados fans, súbitos gladiadores de la arena política), de los primeros años del Osbourne solista siguen refulgiendo “Crazy train”, “Mr. Crowley” o “Flying high again”, por solo nombrar tres y tres.
Así como no se entiende el valor de la voz de Ozzy sin la guitarra de Iommi, tampoco se explica sin la deslumbrante complicidad de Rhoads, quien tenía los tamaños (la técnica, la formación de guitarrista clásico) no solo para ser el nuevo Eddie Van Halen, sino para consolidarse como el primer Randy Rhoads. Un accidente aéreo fulminó trágicamente su carrera a los 25 años.
Desde principios de los 80 hasta su despedida en Birmingham, Sharon Osbourne fue la principal responsable de mantener viva la leyenda de Ozzy. Y eso que la relación tuvo episodios dignos de drama de Strindberg: el cantante intentó asesinarla, le hizo sufrir infidelidades y recaídas, transitaron el cáncer y la remisión de Sharon y se acompañaron hasta el final.
Por muchos años creí que la sobreexposición mediática había logrado la maldición de convertir a Ozzy Osbourne –a quien tuve la suerte de escuchar con su banda y con Black Sabbath en grandes escenarios chilangos– en una caricatura, un malo de cómic que en realidad no era tan malo. Insolente, salvaje, malhablado: el vivo ejemplo de los excesos no sé si del sexo, pero sin duda de las drogas y del rock’n’roll. Muchas de mis tardes adolescentes –y más de una de adulto– han sido más intensas con rolas de Black Sabbath y Blizzard of Oz estallando desde las bocinas. No olvido a ese gordito de mallones que aplaudía al recorrer el escenario, ni al que te arrojaba cubetadas de agua desde el escenario, ni al que incitaba al frenesí con “Paranoid”, tal vez la rola de desventura más energética de la historia. No juzgo a Ozzy. Me atengo a las palabras de Jesucristo: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Opto por desearle buen viaje y despedirme de él tomando prestadas unas líneas de “Goodbye to romance”, su mejor balada: “Me despido del romance, sí/ Adiós a los amigos, te digo/ Adiós a todo el pasado/ Supongo que nos encontraremos, nos encontraremos al final.” ~
* Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.
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